Alex Ross y el ruido que ha armado.
Comienzo del siglo y dos guerras.
Que la música, después de las dos grandes guerras del siglo xx, tenía que acusar el cambio como cualquiera de las demás artes, es algo que parece natural. Sin embargo, la guerra es –por desgracia- un estado permanente en el mundo y hasta en un solo continente, por lo que si hay que cambiar radicalmente después de cada guerra, dicho cambio tendría que haber ocurrido bastante más a menudo. Europa y América han acusado la fuerte sacudida de dos guerras y sus músicas se han adaptado con diferentes matices en cada uno de los países. En Europa, mientras Haydn, Mozart y Beethoven componían algunas de sus mejores obras, se sufrían los desmanes de un genocida que, viéndose poseedor de un poder de destrucción casi ilimitado, se dedicó a invadir a sus vecinos de los cuatro puntos cardinales. La sociedad cambió y la música dejó de describir la ortodoxia y la belleza clásica, abandonando lo apolíneo en la cuneta y transformándose en el vehículo de lo individual, lo personal y lo dionisíaco. Así nació el Romanticismo, como continuador y amplificador del Sturm und Drang.
La relación entre los bandos en guerra no era diferente a la del siglo xx. Se daban paradojas como la del gesto de aquel oficial del ejército invasor francés que, al llegar a una Viena en ruinas, se dirigió a la casa de Haydn el 24 de mayo de 1809, poco antes de su muerte, lo saludó con respeto y le cantó un aria de su oratorio "La Creación". Más de un siglo después, aquella costumbre de hacer sonar música de Wagner por los altavoces de los campos de concentración nazis mientras eran gaseadas y quemadas miles de personas a diario se convirtió en símbolo del terrorismo institucionalizado; al fin y al cabo, era una variante del 'terror' de Robespierre, si bien, aquí, el terror iba en dirección jerárquica contraria. Tras la Segunda Guerra Mundial se creó el ambiente social y artístico que propició la disonancia y el imperativo de la vanguardia, esa consigna perentoria –casi fundamentalista- de Herbert Eimert en 1957: "Hoy día, la música, o existe en forma de vanguardia o no existe en absoluto". Si retrocedemos ciento veinte años, nos encontramos a Beethoven haciendo su particular protesta con el famoso himno al final de su Novena Sinfonía, que comienza con un "trallazo" de acorde disonante antes de comenzar el texto de Schiller, para dejar fluir después una música tonal que aún hoy no ha sido igualada. Por cierto ¿no recuerda ésto el "grito" de las cuerdas y el glissando de los trombones en el Concierto para orquesta, del Bartok de 1942, frente a la vulgar melodía del primer movimiento de la Séptima de Shostakovich, la que, a su vez, era una protesta frente a la guerra?. Estoy mezclando tiempos y espacios, pero no la esencia del mundo, ya que éste, al "mismo tiempo", muestra, en "diferentes espacios", un amanecer, un mediodía y un atardecer. Se cumple así el ciclo de "eterno retorno para el individuo" y el del "eterno presente para el mundo". En ambos, la rueda de Ixión no deja de girar.
Aspectos filosóficos.
Alex Ross ha escrito una novela basada en hechos reales, lo que lleva aparejado que sólo se cuentan aquellos que sirven mejor al relato novelesco. Y así lo hace, consiguiendo un libro redondo. Se relatan unos acontecimientos de "una época" -los últimos cien años- y de "un lugar" -el mundo occidental de Europa y América. El autor conocía la época y el lugar y ha sabido usar su ingenio para hilar una historia en la que nos presenta a los personajes en un entramado de relaciones causales. Espacio, tiempo y causalidad: ésto es puro Kant. Si a ello le añadimos la parte que no debe faltar en toda novela, el amor; o sea, el querer; o sea, el deseo; o sea, el sexo, entonces entra en escena el autor de la mejor descripción que se ha hecho nunca de la esencia del mundo y la vida: Schopenhauer. No sólo ha descrito el querer (la 'voluntad' le llama él, con un significado muy diferente del que usualmente se encuentra en los diccionarios) sino que ha sido el filósofo que más atención ha prestado a la música, haciendo de ella un mundo paralelo al real y empírico en el que vivimos, afirmando que mientras las otras artes son una manifestación mediata de la voluntad, la música lo es de manera inmediata, colocándola así en un nivel aparte. Es el único filósofo que titula capítulos especiales de su obra principal con nombres tales como "Sobre la metafísica de la música" y "Metafísica del amor sexual". Y puesto que Ross baña de homosexualidad su texto, hay que señalar el hecho de que Schopenhauer añade un apéndice en el que estudia la pederastia y, dejando claro que no la admite (la denomina como una "monstruosidad antinatural, sumamente abominable y repugnante"), la explica a su modo y trata de encontrar el por qué de su aparición, pues constituye la labor de todo filósofo observar la realidad de los fenómenos dados y tratar de identificar su ser, siguiendo el principio de razón suficiente, "Nada es sin una razón por la que es". Sin embargo, sus explicaciones dejan mucho que desear y no tienen nada que aportar a la solución de una maligna paradoja de la naturaleza que ha constituído un asunto severamente penalizado por la ley en las democracias modernas.
Ross ha conjugado ambos mundos, el musical y el fenoménico (o de la realidad empírica), dos mundos que son, cada uno por su lado, una objetivación inmediata de la voluntad. Además, entre ellos existe un paralelismo (cuya explicación detallada no cabe en estas líneas). El caso es que, de una manera muy hábil, Ross consigue la novela musical que nunca había sido escrita. Casi se podría decir que un humano habitante del mundo de los fenómenos ha relatado de manera novelesca lo que Schopenhauer afirmaba con su prosa limpia y clara como un arroyo naciente. Pues, en efecto, decía que "Si se consiguiera ofrecer una explicación detallada mediante conceptos de lo que la música expresa, esta sería una suficiente explicación del mundo, es decir, sería la verdadera filosofía". Sin embargo, esta posibilidad es negada, entre otros muchos, por el compositor mejicano Carlos Chaves así: "Es tan imposible traducir música a palabras como traducir Cervantes a ecuaciones matemáticas". A pesar de ello, me pregunto si el libro de Ross pueda ser algo parecido a una explicación de lo que expresa la música del siglo XX, aunque no sea 'una explicación mediante conceptos'. Generalmente, en los tratados de Historia de la Música, la historia humana queda –en mayor o menor medida- separada de la estrictamente musical, al menos de una manera formal. Es, sin embargo, perceptible en la obra de Ross que ambas van entrelazadas tan íntimamente que, sin dejar de ser una historia de hechos que han sucedido realmente, es también una novela llena de episodios "novelescos", valga la redundancia. En la solapa trasera se citan algunas críticas que van en este sentido; así 'The Economist' afirma que el libro "Tiene el extraordinario don de poner la música en palabras". Y el 'Financial Times' asegura que "El visionario crítico Alex Ross se acerca más que nadie a describir las hechizantes sensaciones que provoca la música". Son juicios parciales, claro, procedentes del mundo de las finanzas de la ciudad de New York, en la que Ross es crítico musical. ¿Habrán leído a Schopenhauer estos economistas?. En definitiva, si no una explicación mediante conceptos, Ross sí ha explicado mediante los hechos y el trajín de la vida cotidiana lo que la música ha significado para el mundo occidental del siglo XX.
Cuando se lee que "todo empezó con los primeros acordes de Tristán e Isolda, de Wagner", (Ruiz Mantilla en El País de 16.01.2010) en realidad se está afirmando que "todo empezó con Schopenhauer". En efecto, el Tristán no existiría tal como es si Wagner no hubiera aplicado en su construcción casi al pie de la letra la Metafísica de la música de este filósofo. Tristán e Isolda comienza con el más famoso acorde de la historia de la música, un acorde que contiene dos disonancias, de las que una se resuelve inmediatamente y la otra no. Desde ese momento inicial, ya no aparece ningún acorde más con resolución –a excepción de dos o tres momentos clave- hasta el acorde final, tras cuatro horas de música. Es lo que hace que la ópera suscite y mantenga una tensión constante, un deseo no satisfecho, un querer ciego e irracional, una pasión que sólo se resuelve en un acorde final consonante y que coincide con la muerte ... de amor. En Italia se dice que esta ópera es "un grito interminable". En realidad, la obra en su conjunto es una manifestación cabal de la metafísica de Schopenhauer: que la existencia es un conjunto de deseos que no pueden ser satisfechos y que la única liberación posible es la muerte. El recurso que le proporciona a esta música la "no satisfacción" hasta el final, es el binomio que conjuga la disonancia de un acorde con el retardo de su resolución, de modo que los acordes que le siguen son, de nuevo, disonantes y no resueltos, consiguiendo así un deseo permanente y turbador que impregna por completo la obra. En realidad se trata de un procedimiento habitual en música de todos los tiempos, pero lo que Wagner consigue, bajo la atenta mirada de Schopenhauer, es ampliar ese procedimiento durante toda la obra, una valiente apuesta que le proporciona esa tensión, esa emoción y constricción del ánimo hasta la liberación final, tanto de la música como del espectador. Así, pues, si el siglo XIX musical nació bajo el signo de un individualismo apasionado, el XX lo hace bajo el concepto schopenhaueriano de la tensión no resuelta, recogido y llevado al arte musical, primero por Wagner en su Tristán e Isolda, en 1865, y más tarde ampliado y radicalizado por Schönberg, quien durante los diez primeros años del siglo compone sus primeras obras atonales ('Segundo Cuarteto de cuerda' y 'Cinco piezas para orquesta op.16'). No hay que dejar pasar el comentario que hace Ross en la página 29: "En 1906, veintitrés años después de la muerte de Wagner, éste había pasado a ser un coloso cultural y su influencia se dejaba sentir no sólo en la música, sino también en la literatura, el teatro y la pintura".
De los aspectos sexuales.
Una de las cosas que más me ha extrañado en la lectura de comentarios y recensiones del libro de Ross en prensa de papel y en la Internet ha sido el no encontrar ninguna, en castellano, que afronte el tema sexual (aunque puede que las haya y yo no las he encontrado). En mi opinión, este 'baño' sexual que recorre el texto es una de las causas que sobresale con más evidencia en relación al éxito entre el lector en general, y el hecho de que no se cite indica que se sigue teniendo cierta prevención ante un tema que ya hace tiempo que dejó de ser tabú en España, y no digamos ya en otros países. Pero el sexo es en este libro un 'bajo fundamental' que a veces es un auténtico 'basso ostinato'. Para empezar, en la dedicatoria ya fija ese 'background' en forma de tarjeta de visita: "Para mis padres y Jonathan". Jonathan Lisecki es el nombre del actor y cineasta con quien Ross se casó en Canadá (entrevista al autor en 2009, recogida por La Vanguardia el 18-06-10). En la página 511, al comienzo del capítulo "El joven Britten", se dice que "los hombres homosexuales suponen entre el tres y el cinco por ciento de la población general". Y que "En torno a la mitad de los grandes compositores estadounidenses del siglo XX parecen haber sido homosexuales o bisexuales: Copland, Bernstein, Thompson, Barber, Blitzstein, Cage, Harry Partch, Henry Cowell, Lou Harrison, Gian Carlo Menotti, david Diamond y Ned Rorem, entre muchos otros." Además, en Gran Bretaña, "los dos compositores jóvenes que ocuparon el primer plano al comienzo de la posguerra fueron Britten y Michael Tippet, ninguno de los cuales se esforzó nunca por ocultar su homosexualidad". En la misma página habla de un "nexo entre la cultura gay y la música clásica". En la página 512 se lee que "en los primeros años del siglo la música tenía la reputación de ser una cultura afeminada". Que "la Tercera Sinfonía de Szymanowski culmina en un 'acorde orgásmico' de tonos enteros para voces, orquesta y órgano". Luego, en relación con la novela de Thomas Mann, "Muerte en Venecia" (novela en la que, como dice Ross, "se enfrentan Dioniso y Apolo por el alma de un hombre de mediana edad que observa a un muchacho en una playa"), Britten se extraña de que "lo que le desconcertaba no era su sexualidad per se –pues nunca ocultó su homosexualidad y mantuvo una relación amorosa con el tenor Peter Pears durante más de la mitad de su vida – sino su deseo de contar con la compañía de menores de edad". Es raro que al contar este aspecto de la personalidad de Britten, Ross no acuda a otro caso parecido dentro del mundo de la música, el de Michael Jackson y la pederastia, unas relaciones que –al contrario de las de Britten- no quedaron impunes ante la ley. Aspecto tanto más extraño cuanto que se trata de una misma tendencia sexual en dos ejemplos referenciales para dos tipos de música, la popular y la clásica; y más aún cuando el autor del libro quiere afirmar y dar por sentado que es normal el hecho de que ambos mundos vayan juntos, ya que al fin y al cabo los dos son música, como efectivamente lo son.
En el apartado dedicado a Britten, Ross se emplea a fondo en su insobornable defensa de la homosexualidad. Es un tema por el que siempre se pasa de puntillas, pero él, homosexual confeso, lo afronta de lleno. Y dado también que Shopenhauer, que no era homosexual, analiza el asunto filosóficamente a su manera, es por lo que traigo aquí el tema. En 1937 muere la madre de Britten y ese mismo año conoce a Peter Pears, "futuro amor de su vida" como lo llama Ross. Todo el capítulo está teñido de amores con hombres, adolescentes y menores de edad. Se habla extensamente de las óperas de Britten, casi todas con historias de homosexuales, deteniéndose sobre todo en Peter Grimes, de la que analiza cada acto, y terminando con la última, Muerte en Venecia, de la que ya se ha hablado.
Algo a tener en cuenta en relación con lo anterior es el hecho de que en su empeño de ver homosexualidad por todas partes y mostrarla como algo normal, Ross dedica un capítulo aparte a Shostakovich y lanza varias insinuaciones. Así, en la pág. 537 se lee que Shostakovich y Britten "sintieron rápidamente una simpatía mútua y es posible que la profundidad de su conexión se viera igualada en muy pocas de las relaciones mantenidas en vida por uno y otro". Pero hay que aclarar que Shostakovich demostró ampliamente su heterosexualidad a lo largo de toda su vida, aparte de que se casó tres veces y tuvo amantes (mujeres siempre, por si hace falta aclararlo). En la misma página, aparece una frase que es una falacia: "Ambos hombres parecen casi haber nacido con una sensación de estar acorralados". Pero se sabe que el supuesto acorralamiento que sufrió Shostakovich fue el de Stalin y su régimen político, mientras que el de Britten lo fue debido a su homosexualidad. La falacia está en adjudicar la misma causa a unos efectos parecidos en dos personas muy diferentes. Es como si se dijera: A tiene fiebre; B también; la malaria produce fiebre, luego A y B tienen malaria. ¿A qué juega Ross?. No se sabe, pero sigue jugando hasta llegar a las páginas 541-42 en las que cita el "¡Oh Delvig, Delvig!" de la Sinfonía 14, poema de Kuchelbecker en el que se pregunta por la recompensa que tienen los genios que viven entre gentes vulgares y estúpidas (idea, por cierto, muy schopenhaueriana). Ross comenta que "No son necesarias muchas conjeturas para imaginarse quién podría ser Delvig", con lo que está diciendo claramente que es Britten. A continuación cita a D. Mitchell, quien especulaba con que ese movimiento de la sinfonía retrataba la amistad entre Britten y Shostakovich. A continuación añade que "Britten pareció mostrarse de acuerdo". Luego dice que "No se conocen las intenciones de Shostakovich, pero la música proporciona algunas pistas. La melodía principal la expone un violonchelo al que acompaña otro violonchelo moviéndose en sextas paralelas; recuerda poderosamente al tema principal en dobles cuerdas de la Primera Suite para violonchelo de Britten". Y hay que señalar que en unas líneas más arriba, Ross decía que "El comienzo de la Segunda Suite para violonchelo [de Britten] cita el tema inicial de los violonchelos de la Quinta Sinfonía de Shostakovich casi nota por nota". Bueno, estamos ante otra falacia en la que Ross insinúa conclusiones falsas partiendo de datos verdaderos (o supuestamente verdaderos, pues no demuestra esas citas con ejemplos). Lo cierto es que cada uno cita un pasaje musical del otro. Pero la conclusión encubierta e implícita -que Shostakovich es homosexual, como Ross- no es válida. En estos párrafos se ve que Ross (homosexual) quiere dar a entender a toda costa, con redundante machaconería y énfasis descabellado, que Britten (homosexual) era amigo de Shostakovich porque éste también era homosexual. Si Ross tiene información exclusiva sobre Shostakovich, que exprese claramente lo que sabe, como hace en la lista que da en la página 511 ya citada aquí. Pero la verdad es que Ross está afirmando algo que es claramente falso. Quien conozca la vida y la obra de Shostakovich sabe que estas insinuaciones son disparatadas y absurdas.
Almería, 23-06-2010
Que la música, después de las dos grandes guerras del siglo xx, tenía que acusar el cambio como cualquiera de las demás artes, es algo que parece natural. Sin embargo, la guerra es –por desgracia- un estado permanente en el mundo y hasta en un solo continente, por lo que si hay que cambiar radicalmente después de cada guerra, dicho cambio tendría que haber ocurrido bastante más a menudo. Europa y América han acusado la fuerte sacudida de dos guerras y sus músicas se han adaptado con diferentes matices en cada uno de los países. En Europa, mientras Haydn, Mozart y Beethoven componían algunas de sus mejores obras, se sufrían los desmanes de un genocida que, viéndose poseedor de un poder de destrucción casi ilimitado, se dedicó a invadir a sus vecinos de los cuatro puntos cardinales. La sociedad cambió y la música dejó de describir la ortodoxia y la belleza clásica, abandonando lo apolíneo en la cuneta y transformándose en el vehículo de lo individual, lo personal y lo dionisíaco. Así nació el Romanticismo, como continuador y amplificador del Sturm und Drang.
La relación entre los bandos en guerra no era diferente a la del siglo xx. Se daban paradojas como la del gesto de aquel oficial del ejército invasor francés que, al llegar a una Viena en ruinas, se dirigió a la casa de Haydn el 24 de mayo de 1809, poco antes de su muerte, lo saludó con respeto y le cantó un aria de su oratorio "La Creación". Más de un siglo después, aquella costumbre de hacer sonar música de Wagner por los altavoces de los campos de concentración nazis mientras eran gaseadas y quemadas miles de personas a diario se convirtió en símbolo del terrorismo institucionalizado; al fin y al cabo, era una variante del 'terror' de Robespierre, si bien, aquí, el terror iba en dirección jerárquica contraria. Tras la Segunda Guerra Mundial se creó el ambiente social y artístico que propició la disonancia y el imperativo de la vanguardia, esa consigna perentoria –casi fundamentalista- de Herbert Eimert en 1957: "Hoy día, la música, o existe en forma de vanguardia o no existe en absoluto". Si retrocedemos ciento veinte años, nos encontramos a Beethoven haciendo su particular protesta con el famoso himno al final de su Novena Sinfonía, que comienza con un "trallazo" de acorde disonante antes de comenzar el texto de Schiller, para dejar fluir después una música tonal que aún hoy no ha sido igualada. Por cierto ¿no recuerda ésto el "grito" de las cuerdas y el glissando de los trombones en el Concierto para orquesta, del Bartok de 1942, frente a la vulgar melodía del primer movimiento de la Séptima de Shostakovich, la que, a su vez, era una protesta frente a la guerra?. Estoy mezclando tiempos y espacios, pero no la esencia del mundo, ya que éste, al "mismo tiempo", muestra, en "diferentes espacios", un amanecer, un mediodía y un atardecer. Se cumple así el ciclo de "eterno retorno para el individuo" y el del "eterno presente para el mundo". En ambos, la rueda de Ixión no deja de girar.
Aspectos filosóficos.
Alex Ross ha escrito una novela basada en hechos reales, lo que lleva aparejado que sólo se cuentan aquellos que sirven mejor al relato novelesco. Y así lo hace, consiguiendo un libro redondo. Se relatan unos acontecimientos de "una época" -los últimos cien años- y de "un lugar" -el mundo occidental de Europa y América. El autor conocía la época y el lugar y ha sabido usar su ingenio para hilar una historia en la que nos presenta a los personajes en un entramado de relaciones causales. Espacio, tiempo y causalidad: ésto es puro Kant. Si a ello le añadimos la parte que no debe faltar en toda novela, el amor; o sea, el querer; o sea, el deseo; o sea, el sexo, entonces entra en escena el autor de la mejor descripción que se ha hecho nunca de la esencia del mundo y la vida: Schopenhauer. No sólo ha descrito el querer (la 'voluntad' le llama él, con un significado muy diferente del que usualmente se encuentra en los diccionarios) sino que ha sido el filósofo que más atención ha prestado a la música, haciendo de ella un mundo paralelo al real y empírico en el que vivimos, afirmando que mientras las otras artes son una manifestación mediata de la voluntad, la música lo es de manera inmediata, colocándola así en un nivel aparte. Es el único filósofo que titula capítulos especiales de su obra principal con nombres tales como "Sobre la metafísica de la música" y "Metafísica del amor sexual". Y puesto que Ross baña de homosexualidad su texto, hay que señalar el hecho de que Schopenhauer añade un apéndice en el que estudia la pederastia y, dejando claro que no la admite (la denomina como una "monstruosidad antinatural, sumamente abominable y repugnante"), la explica a su modo y trata de encontrar el por qué de su aparición, pues constituye la labor de todo filósofo observar la realidad de los fenómenos dados y tratar de identificar su ser, siguiendo el principio de razón suficiente, "Nada es sin una razón por la que es". Sin embargo, sus explicaciones dejan mucho que desear y no tienen nada que aportar a la solución de una maligna paradoja de la naturaleza que ha constituído un asunto severamente penalizado por la ley en las democracias modernas.
Ross ha conjugado ambos mundos, el musical y el fenoménico (o de la realidad empírica), dos mundos que son, cada uno por su lado, una objetivación inmediata de la voluntad. Además, entre ellos existe un paralelismo (cuya explicación detallada no cabe en estas líneas). El caso es que, de una manera muy hábil, Ross consigue la novela musical que nunca había sido escrita. Casi se podría decir que un humano habitante del mundo de los fenómenos ha relatado de manera novelesca lo que Schopenhauer afirmaba con su prosa limpia y clara como un arroyo naciente. Pues, en efecto, decía que "Si se consiguiera ofrecer una explicación detallada mediante conceptos de lo que la música expresa, esta sería una suficiente explicación del mundo, es decir, sería la verdadera filosofía". Sin embargo, esta posibilidad es negada, entre otros muchos, por el compositor mejicano Carlos Chaves así: "Es tan imposible traducir música a palabras como traducir Cervantes a ecuaciones matemáticas". A pesar de ello, me pregunto si el libro de Ross pueda ser algo parecido a una explicación de lo que expresa la música del siglo XX, aunque no sea 'una explicación mediante conceptos'. Generalmente, en los tratados de Historia de la Música, la historia humana queda –en mayor o menor medida- separada de la estrictamente musical, al menos de una manera formal. Es, sin embargo, perceptible en la obra de Ross que ambas van entrelazadas tan íntimamente que, sin dejar de ser una historia de hechos que han sucedido realmente, es también una novela llena de episodios "novelescos", valga la redundancia. En la solapa trasera se citan algunas críticas que van en este sentido; así 'The Economist' afirma que el libro "Tiene el extraordinario don de poner la música en palabras". Y el 'Financial Times' asegura que "El visionario crítico Alex Ross se acerca más que nadie a describir las hechizantes sensaciones que provoca la música". Son juicios parciales, claro, procedentes del mundo de las finanzas de la ciudad de New York, en la que Ross es crítico musical. ¿Habrán leído a Schopenhauer estos economistas?. En definitiva, si no una explicación mediante conceptos, Ross sí ha explicado mediante los hechos y el trajín de la vida cotidiana lo que la música ha significado para el mundo occidental del siglo XX.
Cuando se lee que "todo empezó con los primeros acordes de Tristán e Isolda, de Wagner", (Ruiz Mantilla en El País de 16.01.2010) en realidad se está afirmando que "todo empezó con Schopenhauer". En efecto, el Tristán no existiría tal como es si Wagner no hubiera aplicado en su construcción casi al pie de la letra la Metafísica de la música de este filósofo. Tristán e Isolda comienza con el más famoso acorde de la historia de la música, un acorde que contiene dos disonancias, de las que una se resuelve inmediatamente y la otra no. Desde ese momento inicial, ya no aparece ningún acorde más con resolución –a excepción de dos o tres momentos clave- hasta el acorde final, tras cuatro horas de música. Es lo que hace que la ópera suscite y mantenga una tensión constante, un deseo no satisfecho, un querer ciego e irracional, una pasión que sólo se resuelve en un acorde final consonante y que coincide con la muerte ... de amor. En Italia se dice que esta ópera es "un grito interminable". En realidad, la obra en su conjunto es una manifestación cabal de la metafísica de Schopenhauer: que la existencia es un conjunto de deseos que no pueden ser satisfechos y que la única liberación posible es la muerte. El recurso que le proporciona a esta música la "no satisfacción" hasta el final, es el binomio que conjuga la disonancia de un acorde con el retardo de su resolución, de modo que los acordes que le siguen son, de nuevo, disonantes y no resueltos, consiguiendo así un deseo permanente y turbador que impregna por completo la obra. En realidad se trata de un procedimiento habitual en música de todos los tiempos, pero lo que Wagner consigue, bajo la atenta mirada de Schopenhauer, es ampliar ese procedimiento durante toda la obra, una valiente apuesta que le proporciona esa tensión, esa emoción y constricción del ánimo hasta la liberación final, tanto de la música como del espectador. Así, pues, si el siglo XIX musical nació bajo el signo de un individualismo apasionado, el XX lo hace bajo el concepto schopenhaueriano de la tensión no resuelta, recogido y llevado al arte musical, primero por Wagner en su Tristán e Isolda, en 1865, y más tarde ampliado y radicalizado por Schönberg, quien durante los diez primeros años del siglo compone sus primeras obras atonales ('Segundo Cuarteto de cuerda' y 'Cinco piezas para orquesta op.16'). No hay que dejar pasar el comentario que hace Ross en la página 29: "En 1906, veintitrés años después de la muerte de Wagner, éste había pasado a ser un coloso cultural y su influencia se dejaba sentir no sólo en la música, sino también en la literatura, el teatro y la pintura".
De los aspectos sexuales.
Una de las cosas que más me ha extrañado en la lectura de comentarios y recensiones del libro de Ross en prensa de papel y en la Internet ha sido el no encontrar ninguna, en castellano, que afronte el tema sexual (aunque puede que las haya y yo no las he encontrado). En mi opinión, este 'baño' sexual que recorre el texto es una de las causas que sobresale con más evidencia en relación al éxito entre el lector en general, y el hecho de que no se cite indica que se sigue teniendo cierta prevención ante un tema que ya hace tiempo que dejó de ser tabú en España, y no digamos ya en otros países. Pero el sexo es en este libro un 'bajo fundamental' que a veces es un auténtico 'basso ostinato'. Para empezar, en la dedicatoria ya fija ese 'background' en forma de tarjeta de visita: "Para mis padres y Jonathan". Jonathan Lisecki es el nombre del actor y cineasta con quien Ross se casó en Canadá (entrevista al autor en 2009, recogida por La Vanguardia el 18-06-10). En la página 511, al comienzo del capítulo "El joven Britten", se dice que "los hombres homosexuales suponen entre el tres y el cinco por ciento de la población general". Y que "En torno a la mitad de los grandes compositores estadounidenses del siglo XX parecen haber sido homosexuales o bisexuales: Copland, Bernstein, Thompson, Barber, Blitzstein, Cage, Harry Partch, Henry Cowell, Lou Harrison, Gian Carlo Menotti, david Diamond y Ned Rorem, entre muchos otros." Además, en Gran Bretaña, "los dos compositores jóvenes que ocuparon el primer plano al comienzo de la posguerra fueron Britten y Michael Tippet, ninguno de los cuales se esforzó nunca por ocultar su homosexualidad". En la misma página habla de un "nexo entre la cultura gay y la música clásica". En la página 512 se lee que "en los primeros años del siglo la música tenía la reputación de ser una cultura afeminada". Que "la Tercera Sinfonía de Szymanowski culmina en un 'acorde orgásmico' de tonos enteros para voces, orquesta y órgano". Luego, en relación con la novela de Thomas Mann, "Muerte en Venecia" (novela en la que, como dice Ross, "se enfrentan Dioniso y Apolo por el alma de un hombre de mediana edad que observa a un muchacho en una playa"), Britten se extraña de que "lo que le desconcertaba no era su sexualidad per se –pues nunca ocultó su homosexualidad y mantuvo una relación amorosa con el tenor Peter Pears durante más de la mitad de su vida – sino su deseo de contar con la compañía de menores de edad". Es raro que al contar este aspecto de la personalidad de Britten, Ross no acuda a otro caso parecido dentro del mundo de la música, el de Michael Jackson y la pederastia, unas relaciones que –al contrario de las de Britten- no quedaron impunes ante la ley. Aspecto tanto más extraño cuanto que se trata de una misma tendencia sexual en dos ejemplos referenciales para dos tipos de música, la popular y la clásica; y más aún cuando el autor del libro quiere afirmar y dar por sentado que es normal el hecho de que ambos mundos vayan juntos, ya que al fin y al cabo los dos son música, como efectivamente lo son.
En el apartado dedicado a Britten, Ross se emplea a fondo en su insobornable defensa de la homosexualidad. Es un tema por el que siempre se pasa de puntillas, pero él, homosexual confeso, lo afronta de lleno. Y dado también que Shopenhauer, que no era homosexual, analiza el asunto filosóficamente a su manera, es por lo que traigo aquí el tema. En 1937 muere la madre de Britten y ese mismo año conoce a Peter Pears, "futuro amor de su vida" como lo llama Ross. Todo el capítulo está teñido de amores con hombres, adolescentes y menores de edad. Se habla extensamente de las óperas de Britten, casi todas con historias de homosexuales, deteniéndose sobre todo en Peter Grimes, de la que analiza cada acto, y terminando con la última, Muerte en Venecia, de la que ya se ha hablado.
Algo a tener en cuenta en relación con lo anterior es el hecho de que en su empeño de ver homosexualidad por todas partes y mostrarla como algo normal, Ross dedica un capítulo aparte a Shostakovich y lanza varias insinuaciones. Así, en la pág. 537 se lee que Shostakovich y Britten "sintieron rápidamente una simpatía mútua y es posible que la profundidad de su conexión se viera igualada en muy pocas de las relaciones mantenidas en vida por uno y otro". Pero hay que aclarar que Shostakovich demostró ampliamente su heterosexualidad a lo largo de toda su vida, aparte de que se casó tres veces y tuvo amantes (mujeres siempre, por si hace falta aclararlo). En la misma página, aparece una frase que es una falacia: "Ambos hombres parecen casi haber nacido con una sensación de estar acorralados". Pero se sabe que el supuesto acorralamiento que sufrió Shostakovich fue el de Stalin y su régimen político, mientras que el de Britten lo fue debido a su homosexualidad. La falacia está en adjudicar la misma causa a unos efectos parecidos en dos personas muy diferentes. Es como si se dijera: A tiene fiebre; B también; la malaria produce fiebre, luego A y B tienen malaria. ¿A qué juega Ross?. No se sabe, pero sigue jugando hasta llegar a las páginas 541-42 en las que cita el "¡Oh Delvig, Delvig!" de la Sinfonía 14, poema de Kuchelbecker en el que se pregunta por la recompensa que tienen los genios que viven entre gentes vulgares y estúpidas (idea, por cierto, muy schopenhaueriana). Ross comenta que "No son necesarias muchas conjeturas para imaginarse quién podría ser Delvig", con lo que está diciendo claramente que es Britten. A continuación cita a D. Mitchell, quien especulaba con que ese movimiento de la sinfonía retrataba la amistad entre Britten y Shostakovich. A continuación añade que "Britten pareció mostrarse de acuerdo". Luego dice que "No se conocen las intenciones de Shostakovich, pero la música proporciona algunas pistas. La melodía principal la expone un violonchelo al que acompaña otro violonchelo moviéndose en sextas paralelas; recuerda poderosamente al tema principal en dobles cuerdas de la Primera Suite para violonchelo de Britten". Y hay que señalar que en unas líneas más arriba, Ross decía que "El comienzo de la Segunda Suite para violonchelo [de Britten] cita el tema inicial de los violonchelos de la Quinta Sinfonía de Shostakovich casi nota por nota". Bueno, estamos ante otra falacia en la que Ross insinúa conclusiones falsas partiendo de datos verdaderos (o supuestamente verdaderos, pues no demuestra esas citas con ejemplos). Lo cierto es que cada uno cita un pasaje musical del otro. Pero la conclusión encubierta e implícita -que Shostakovich es homosexual, como Ross- no es válida. En estos párrafos se ve que Ross (homosexual) quiere dar a entender a toda costa, con redundante machaconería y énfasis descabellado, que Britten (homosexual) era amigo de Shostakovich porque éste también era homosexual. Si Ross tiene información exclusiva sobre Shostakovich, que exprese claramente lo que sabe, como hace en la lista que da en la página 511 ya citada aquí. Pero la verdad es que Ross está afirmando algo que es claramente falso. Quien conozca la vida y la obra de Shostakovich sabe que estas insinuaciones son disparatadas y absurdas.
Almería, 23-06-2010
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Pues efectivamente, Federico, Ross arrima el ascua a su sardina. Hace un visible esfuerzo por mostrar que la homosexualidad es gloriosa. Yo creo que, aunque puede que algún compositor encontrase algún tipo de inspiración en su condición homosexual, por lo general el proceso compositivo va por otro lado.
ResponderEliminarQuizá en los músicos varones influye lo que los junguianos llaman "el ánima", o el "yo femenino", y que no tiene nada que ver con la homosexualidad. Yo no creo que en los músicos el porcentaje de gays llegue al 50%. Me habría dado cuenta antes. Y tampoco entiendo por qué Ross quiere hacer proclamas homosexuales a estas alturas, y además inexactas. Es como los independentistas que cambian la historia para legitimar no sé qué, cuando lo más valioso es que alguien sea independentista porque le da la gana, sin falsear las cosas.
Por lo demás, el libro es un gran trabajo.
Y tu blog también. Abrazos, Luis Ángel de Benito
Estimado Luis Ángel, siento haber tardado tanto en contestar. Es que no me dí cuenta de que había activado la opción de moderar los comentarios, con lo cual éstos no me llegaban a mi correo privado. Respecto a los aspectos homosexuales del libro de Ross, hay que añadirle algo en relación con los comentarios que hace sobre algunas óperas de Britten, entre ellas "The turn of the Screw", que se representa en el Teatro Real de Madrid pasado mañana, 2 de noviembre y estará en cartelera hasta el día 16. Creo que voy a escribir algo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Federico.